lunes, 4 de enero de 2010

EL ARCHIVO DE LA ILUSIÓN.



Pese a que llevaba casi treinta años dirigiendo la oficina de Correos de aquella localidad, no había conseguido dar una solución a aquél dilema que para él constituía un verdadero problema.

Mientras otros se acostaban con la ilusión de abrir los paquetes, él se acostaba con la misma preocupación, que ni siquiera la desenfadada hermosura de su mujer lograba disipar.

Lo que menos soportaba era el desinterés de casi todo el mundo ante su pequeña gran angustia. Las autoridades no habían atendido sus propuestas y sus amigos parecían mirarle como a un loco cuando salía la conversación.

Pero él se había empeñado en dar una salida digna a todas aquellas cartas que se amontonaban en su oficina. Ni el Alcalde, ni el Director General de Correos, ni el Ministro de turno (cuyo ministerio cambiaba de nombre cada cinco años de media), habían contestado a sus numerosas propuestas, que trataba de modificar año tras año para conseguir una respuesta. Ni una línea ni un “esperando dar una adecuada solución al problema que plantea su carta…” Nada absolutamente nada.

Por su cuenta y riesgo, sin ningún tipo de autorización de su superior, había conseguido habilitar un destartalado cuarto, contiguo a su despacho, que con el paso del tiempo estaba resultado ya insuficiente. Los fardos de papel originarios habían dado paso a cajas ordenadas cronológicamente y por orden alfabético como si de expedientes administrativos se tratara. Para él se trataba de las cajas de la ilusión. Porque todas aquellas cartas contenían una buena dosis de este sentimiento tan necesario.

Casi todas ellas iban dirigidas a “Los Reyes Magos de Oriente” a “Melchor, Gaspar y Baltasar” a “Sus Majestades los Reyes Magos”; pero otras tenían como destinatario “a mi Rey”, “al sabio Rey Melchor”, “al bueno de Gaspar” o al simpático “Baltasar” incluso “ a mis colegas de Oriente”.

Cada una de esas cartas eran parte de una infancia; pedazos de felicidad aislados de una vida quizá truncada por el dolor o la miseria. Todas significaban algo que era preciso conservar para que no cayeran en el agujero negro del olvido. Y por eso aquél buen hombre quería crear el archivo de las cartas dirigidas a los Reyes Magos o el archivo de la ilusión, como le quería llamar. Y en los ratos libres leía y releía algunas de aquellas cartas, algunas aparentemente planas de sentimientos pero con un seguro valor para quien las escribía y por eso todas merecían ocupar un lugar un finísimo lugar entre las cajas de cartón.

Generalmente eran juguetes, algunos con nombres realmente extraños, lo que los niños pedían. Pero en ocasiones el espíritu de los más pequeños se elevaba sobre el resto y querían con todo su amor “un colchón nuevo, sin agujeros, para mi abuela que vive con nosotros”, “unas gafas que no estén rotas para mi abuelo”, “una nueva medicina que cure a mi madre” o “libros para mi hermano mayor que quiere ser ingeniero”…Algunas repetían su deseo año tras año. Y sólo algunos, casi contados con los dedos de la mano, daban las gracias por los regalos recibidos en año anterior.
Pero su petición de oficializar aquél archivo era desatendida; hasta que aquél año se le ocurrió escribir él mismo una carta a los Reyes Magos con esa ferviente petición. Quizá hubiera tenido la solución ante sus ojos todos los años sin darse cuenta. Y ese año se acostó como el resto de sus paisanos soñando con que su deseo se vería cumplido...