viernes, 12 de marzo de 2010

MUERTE.DOC

El coche le esperaba abajo. Apenas quedaba media hora para el comienzo de la misa en el tanatorio y recordó que su padre había escrito unas reflexiones sobre la muerte. Sintió como una obligación el rescatarlas de su ordenador. Pero eran tantos los documentos que tenía almacenados que no le daría tiempo a realizar una búsqueda con alguna posibilidad de éxito.

Se puso frente al ordenador y simplemente tecleó “muerte”….

Y aparecieron casi milagrosamente aquellas bellas palabras que su padre había dejado escritas seguramente cuando había fallecido su querida esposa.

No podía creer que hubiera acertado a la primera casi sin pensarlo teniendo en cuenta además que él solía utilizar las primeras letras de cada nombre, apellido o autor según los casos.

Rápidamente imprimió aquel documento. Pero aún faltaba lo más duro. Ser capaz de leerlo ante sus hermanas, su novia, familiares y amigos. Guardó en su gabán aquélla hoja pero no dijo nada a nadie por si en el último momento no se sentía capaz.

Llegó el momento y después de la misa comenzó a leer sin poder mirar en principio a ninguno de los allí reunidos. Imaginaba quien podía ser el destinatario de aquellas palabras que sólo El sabría en los momentos en que las escribió. Quizá fuera su sabio amigo don Eustaquio Galán que allí se encontraba junto a su hijo.

Me hace usted una pregunta que ha venido preocupando a filósofos, escritores y moralistas de todos los tiempos. En todas las religiones y en todos los sistemas filosóficos se habla del “culto a los muertos”, que a fin de cuentas es un ansia encubierta de inmortalidad, como deseo psicológico de todos los mortales, del género humano en su integridad.

Perdónenme los médicos; yo creo que desde el punto de vista clínico la muerte no es otra cosa que la cesación completa y definitiva de las funciones orgánicas que constituyen la propia vida. Pero en esta acepción nadie se pregunta humanamente por la muerte.

Se refiere usted, como es natural, a la muerte como fenómeno que ha de afectarnos a todos, sometidos como estamos a esa ley universal, eterna, inmutable e inderogable, a cuyos efectos nadie escapa. Por el hecho de haber nacido, se sabe ya que la muerte ha de llegar; es más morimos poco a poco desde el momento del nacimiento; no sabemos cuándo ni cómo. En Derecho se dice que es un acontecimiento “certus an”, pero “incertus quando”.

Me preocupa, como a todos; pero no excesivamente; no sólo por razones religiosas, que serían bastantes, sino por la seguridad de que ha de producirse, y porque, en la medida en que avanzamos en el tiempo y en la vida, vamos perdiendo desgraciadamente los grandes apoyos humanos que han servido para que nuestras vidas hayan sido lo que han sido, y no otras distintas; porque vivimos con los demás, con nuestros familiares, con nuestros amigos; incluso con quienes no lo son; y esto constituye nuestro entorno y nuestro ambiente, que es en definitiva lo que constituye nuestra existencia concreta y circunstanciada.

Escribió Unamuno, nuestro gran pensador atormentado, que el pensamiento de que tenía que morir y en enigma de lo que habrá después constituía el latir mismo de su conciencia; y se refería al “principio consolador de la inmortalidad del alma”.

Me gustaría, ¡cómo no!, tener la fe inquebrantable para decir

No me mueve mi Dios para quererte
El cielo que me tienes prometido,
Ni me mueve el infierno, tan temido,
Para dejar por eso de ofenderte.

O para recitar

Vivo sin vivir en mí
Y tan larga vida espero,
Que muero porque no muero.

O desear la muerte, llamándola:

Ven muerte tan escondida,
Que no te sienta conmigo,
Porque el placer de morir
No me vuelva a dar la vida.

Pero no es éste el caso, estoy, como la mayor parte de los hombres, sometido a esta idea de la muerte.

Desde la mística, se han ofrecido pensamientos consoladores de gran elevación espiritual; y en un terreno más humano se ha dicho que la muerte todo lo resuelve –“mors omnia solvid”; que la muerte es el último médico de todas las enfermedades, y la suprema razón de todas las cosas. Se nos ha hecho pensar que antes de la muerte ésta no ha llegado, y cuando llega ya no estamos nosotros; pero esto no pasa de ser un dilema divertido y algo cínico.

La verdad es que el hombre, como también se ha dicho, muere tantas veces cuantas pierde a un ser querido; y, en este sentido, se pierden poco a poco las ganas de vivir, aunque no sea más que por el “tedium vital” que invade nuestra existencia, ya que se convierte en una carga pesada de la que nos exonera la muerte. Claro es que todos queremos llegar a “viejo”, aunque paradójicamente, nadie quiere ser “viejo”.

En cierto modo y desde el punto de vista meramente social y humano puede decirse que el hombre no muere del todo mientras se conserve su memoria entre los vivos. Estos se encargan de hacernos vivir con su recuerdo; de ahí que se hable con propiedad de los “inmortales”.

Y esto es en síntesis lo que pienso sobre esta que antes he llamado ley universal que comprende en su ámbito a todo el género humano, concebido, si usted quiere, en la suma de todas las singularidades sin excepción, hasta el extremo de que el mismo Jesucristo, Dios, estuvo sometido a ella. “
Todavía hoy después de quince años se preguntaba qué fuerza le había acompañado en aquéllos momentos en que todo se le veía abajo. Y quizá su Padre ya le había empezado a acompañar desde su inmortalidad.